«Este cuento fue el que ganó el tercer lugar en el último concurso que organizó la Municipalidad de La Victoria en 2014. Recuerdo que lo escribí en un camino en el bus y lo reescribí en la computadora, cambiando varias cosas. Idee el texto desde que vi la pintura de un Cristo en una calle de Gamarra, en esas salidas que tenía con mi madre Mary cuando iba a comprar sus telas. Siempre dije que debía haber una historia detrás del Cristo y quise dársela. Mamá me acompañó a la premiación, la primera y la última premiación a la que me acompañara, estaba muy orgullosa, no se cansó de contárselo a todos – las mamás son así – por eso más de dos años después, recuperando los derechos del texto (ya venció el plazo), lo comparto con ustedes, y se lo dedico a mi madre, cuyos paseos por Gamarra me permitieron inspirarlo. Para ti, Mary Luz Garay Cotrina de Wong, con todo el amor que siempre te tendré, ahora que tú estás con el Cristo en una avenida del cielo»
La cara del Cristo – Cuento – Tercer Lugar Ten en Cuento a La Victoria 2014
Por: Wendy Wong Garay
versión sin editar enviada al concurso
No hace muchos años que vine a Lima. Mi padre, un hombre con dinero, me arrancó de los brazos de mi Taytay, quien me crió luego de que él me abandonara en el vientre de mi madre, sin importarle su dolor, así como tampoco le importó el llanto del hombre viejo cuando me separó de él.
Allá en mi tierra se quedó mi Taytay para llorarme y yo aquí, a mis cortos años, para criarme con un hombre a quien debía llamar padre, y de quien nada conocía. Cuento esto, porque mi Taytay me dijo que contando las cosas, volviéndolas historias, es la única forma de que el tiempo no logre borrarlas y de que uno no olvide. Pero no escribo para recordar las injusticias de mi padre, sino para que el mundo conozca a Manco, un niño, que teniendo el mismo nombre que mi abuelo supo darme más cariño e inspirarme más admiración en tres días, que mi padre en 10 años.
Cuando mi padre me trajo a Lima, fue porque su mujer no podía darle hijos, entonces se acordó de mí, y fue a traerme a vivir con él en una casa bonita, en la parte sur de La Victoria. La mujer de mi padre no era buena, yo no supe porque me trajo si no me iba a querer, pero a veces lo blancos son tercos, y por apariencias no más tienen hijos, y yo pues, como era blanquito, como me parecía a mi padre, delante de los demás era su hijito, pero a solas, harto duro me golpeaba y ya tenía las orejas rojas por tantos gritos. Me cansé pues de los gritos y me escapé un día, cuando ni siquiera una semana había pasado de estar en esa casa.
Solito me salí de la casa y empecé a caminar, asustado, como una llamita, sin saber a dónde dirigirme, sin saber si me seguían, y teniendo miedo de que si me encontraban ella me pegaría más. Y así me escondía entre calles, puentes y uno que otro callejón. De día, la bulla de los carros de las avenidas me dejaba sordo, y de noche, con el friecito que se sentía, en ese mes de invierno, alguito de la puna volvía a mí. Así pues, andando y andando, solito por dos días, con las tripas sonándome, y con un poco de agua de una botella en la mano, me topé con una calle con harta bulla, y música, uno que otro huaynito que me jalaba a mover las calancas, y la música hechizante me atrajo hasta una calle que se llamaba Gamarra.
Nunca había visto tanta gente junta, tanto color, tanta bulla y tanta ropa, cuando allá en la sierra, en esta época nos hace tanta falta. Caminando por esa gran calle, que parecía no acabarse, y que crecía para arriba como una montaña con muchos ojos, conocí a Manco. Lo recuerdo bien, yo estaba cerca a uno de esos puestos que están llenos de caramelos, galletas, muchos dulces, viéndolos como perrito que observa un huesito a lo lejos y así me quedé no sé cuánto tiempo, hasta que un niño, más oscuro que la tierra, vino a mi costado «¿Te perdiste?» Me preguntó, «No», le dije «Me he escapado», y ese niño color de tierra, que se veía más necesitado que yo, y que tenía las manos pintadas con polvos de muchos colores, notando que yo estaba hambriento, me dijo que se llamaba Manco y que me invitaba un pancito que tenía consigo y que su abuela le había dado.
Me bastó ese gesto para confiar en Manco y creerle todo; y lo seguí como animalito asustado que necesita quien lo vea. Manco tenía mi edad, y vivía con su abuela, una mujer muy vieja que ya no podía trabajar, por eso Manco trabajaba, y tenía el trabajo que muchos niños de esa avenida, la que se llama Gamarra, tienen solo por diversión: pintar.
Manco pintaba, compraba tizas y dibujaba en las pistas las figuras que se le ocurrían, o que veía en los estantes o las revistas a lo lejos. Harta destreza tenía para los dibujos, pero según él nunca lograba dibujar una cara de persona, porque decía que eran muy difíciles. Así se ganaba la vida Manco, dibujando desde el alba, para que acaso, algún cristiano le tirara unas moneditas a su taza, y pudiera llevarle algo de comer a su abuela ¡¿Quién en esa concurrida calle podría pensar que Manco era el sustento de su casa, y que diez centavos podían hacer la diferencia entre comer y no ese día?!
En los pocos días que estuve con Manco, aprendí de a poquito a dibujar, y en secreto, trataba de hacer ese rostro, de ese hombre con barba y semblante dolido que cargaba sobre la frente una corona de espinas. Manco me había dicho que aquel hombre se llamaba Cristo, que su abuela le había dicho que fue bueno, y que algún día, él vendría a este mundo para darle a los hombres buenos como él, como su abuela, y como yo, el premio que merecían por el sufrimiento que pasaban. Manco me enseñó en poco tiempo de ese tal cristo, y yo llegué a pensar que era quien traería el Pachacuti a este mundo, por eso llegué a tenerle respeto y depositar en él mi esperanza.
Tal era mi respeto que me empeciné en dibujarlo para Manco y calladito, antes que el sol saliera y que Manco despertara, me escapaba con tizas a tratar de dibujarlo en una de las calles paralelas. Creía que si lo empezaba, al día siguiente podría seguirlo y así, un día llegar a terminarlo y enseñárselo a Manco. Pero cada vez que lo empezaba, tras regresar a la pequeña casita de Manco, al volver al día siguiente, las pisadas de la gente, y las escobas de las barrenderas se encargaban de desaparecer mi avance.
A los pocos días, cinco, desde que di con Manco, y siete, desde que me perdí, decidí pasar la noche completa dibujando al Cristo para Manco, y cuando él se quedó dormido por el cansancio, salí despacio de la casa a la avenida, para dibujar el rostro de cristo, en la plena calle de Gamarra. No sé cuántas tizas gasté ni cuantos callos me salieron en las manos, pero al alba, el rostro de mi cristo estaba bello y completo, y aún no era hora de que llegara gente para borrarlo con sus pisadas.
Salí corriendo a traer a Manco para que viera mi obra, hasta la firmé con mi nombre, como me había enseñado a escribirlo mi Taytay, pero Manco no podía seguirme hasta luego de atender a su abuela, así que me regresé y le pedí que en cuanto pudiera me diera alcance, frente a esa galería donde más gente iba en Gamarra.
Era la primera vez que Manco se tardaba tanto en llegar, o quizá para mí el tiempo pasaba más lento por las ansias de darle mi obsequio a ese niño que me había dado techo y comida. Pero creo que sí se demoró, porque harta gente empezó a llegar, y creo que por respeto a mí que ahi estaba frente a mi Cristo, no lo pisaban.
Era domingo, una semana ya desde que me escapé, y entonces lo vi, ahí a lo lejos, con su terno, andaba un hombre distinto a los demás, demasiado soberbio para ver bajo su hombro: era mi padre; más tarde supe, que él tenía tratos con textiles en Gamarra y que por cosas del destino justo ese día debía reunirse con unas gentes en esa calle, por donde no pasan autos y así dio conmigo. Cuando me vio me dio un tirón de la mano y dejó estampada en mi cristo la huella de su zapato; con su fuerza de hombre grande me llevó consigo, y la gente de mi rededor parecía no darse cuenta de que me llevaba, quizá porque lo llamé «padre», y dieron por sentado que yo era su hijo. A lo lejos, cuando aún podía ver el rostro de mi Cristo, pude ver que venía Manco hasta él, aunque él ya no me viera; y pude ver también, a la gente amontonarse y pisar la cara del Cristo en la avenida.